A mediados de noviembre tuve la
inmensa suerte de acudir a dos recitales de ballet. Mi interés por este tipo de
actuaciones surgió de pequeña cuando vi la película “Billy Elliot”. La escena
final en la que el bailarín Adam Cooper queda suspendido en el aire al realizar
un salto durante la representación de “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky,
me encantó. Y me encantó porque me preguntaba cómo tal cantidad de belleza
podía quedar recogida en un minúsculo momento. Al final entendí que esa es la maravilla
del cine: el captar aquello intangible y ofrecerlo al espectador para que
lo pueda saborear, degustar y deleitarse. Sin embargo, el cine carece de ese
contacto físico con los personajes: no los vemos realmente, es tan solo su
proyección en una pantalla. Pero el teatro… el teatro es ese comensal que
golpea fuertemente la mesa con su puño y se impone: “no tendré efectos
especiales extraordinarios, técnicamente no podré competir con el cine, pero poseo
algo que no tiene: magia”. Y así es y así lo pude comprobar.
Las
ofertas culturales de las que dispone la ciudad de Valencia son mucho mayores
de las que ofrece Gandía (que es donde vivo). Animada por una amiga de esta
facultad, el año pasado compramos entradas para ver “El Cascanueces” en el
Teatro Olimpia. Era la primera vez que tenía un contacto tan directo con el mundo
de la danza y lo cierto es que no quedé defrauda. Tanto es así que este año volví
a repetir la experiencia pero con “La bella durmiente” y “El lago de los cisnes”,
todo obras de Tchaikovsky interpretadas por el Ballet Ruso. A medida que las
manecillas del reloj hacían su cotidiano recorrido, pude darme cuenta de que
cada elemento sobre el escenario contribuía a crear una obra de arte en movimiento.
Como si de una sucesión de cuadros se tratase, el fondo lo conformaban los
decorados de vivos colores, y cada uno de los planos estaba compuesto por
bailarines. Normalmente quedaban atrás los que tenían menor relevancia dentro
del hilo de la historia y los protagonistas se acercaban al público ubicándose
en el primer plano. Incluso cuando el escenario lo ocupaba una sola persona, no
daba la sensación de que estuviese vacío, tenía tanta presencia el cuerpo y los
movimientos del bailarín que, compositivamente, la escena no perdía peso. Y es
que la magia reside en cada una de las expresiones de los rostros
(especialmente destacable la profunda tristeza del Cisne blanco), en los saltos
y en la admiración que se genera en el espectador al entender que cada paso
reposa en la memoria del bailarín, que cada movimiento está pensado y que
ofrecer belleza requiere un esfuerzo físico y psicológico enorme.
La
luz, al igual que en la pintura también ayuda a crear atmósferas y a
desarrollar en el espectador una u otra sensación según haya dispuesto el
director de la obra. Y por último, nada quita protagonismo a las maravillosas
composiciones musicales de Tchaikovsky que sostienen la obra; es más, potencian
el efecto atrayente de la misma. Son la voz de los personajes, que mudos,
dependen completamente de sus movimientos, expresiones y música para transmitir
emociones.
La
compañía se juega mucho: si gusta su actuación, el público repetirá y la industria
seguirá funcionando. En el fondo, cada elemento, cada persona es responsable de
que el arte no se apague. Y aunque semeje tratarse de un peso terrible, en
realidad es una carga ligera para quien disfruta con lo que hace, que además
tiene la recompensa de impregnar el mundo de belleza. Ojalá cada uno de nosotros
podamos rebuscar en nuestro corazón hasta dar con aquello que realmente nos
motiva y nos arranca una sonrisa, eso que será luz en la oscuridad de nuestras
noches.
La danza es un arte maravilloso, cargado de emoción y también, por qué no reconocerlo, sacrificio por parte de los bailarines. Pero es su pasión y se nota encima de un escenario. Muy bien.
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